Por César González Guerrero
Para quienes tuvimos esa gran oportunidad de trabajar desde los primeros años de vida, es muy grato recordar que al final todo valió la pena. Esos momentos no se borran jamás y es la mejor enseñanza y herencia de los padres, de todos los tiempos.
Por supuesto que las circunstancias que se viven ahora son diferentes a la época del siglo XX. En nuestro caso, como hijos de padres campesinos y surgidos de la pobreza, es un alto honor compartir a la juventud del siglo XXI estas modestas experiencias. De algo y a alguien ha de servir.
En el año de 1965, cuando su servidor contaba con escasos 10 años de edad, la necesidad obligó a nuestros padres a buscar la forma de sobrevivir. Mis padres Santa Cruz González Cortes y Cohinta Guerrero Aparicio, después de 14 años de matrimonio y con 4 hijos que “sostener”, como muchas personas y familias de Copala, tuvo que combinar el trabajo de campesino, comerciante y gestor social, dedicando parte de su tiempo a la compra-venta de animales domésticos para el consumo humano, y se les identificaba como “matanceros”. Actualmente la modernidad les llama “Carnicerías”.
Cabe aclarar que en su mayoría eran mujeres, pero siempre apoyadas por los hombres de la casa. Había “matanceros” dedicados especialmente a la venta de carne de marrano, otros a la carne de res y otros a ambas carnes, debidamente calendarizados y programados. Por supuesto, también había personas especialistas para sacrificar (“matar”) ese tipo de animales que de igual manera se les llamaba “matanceros”.
Fue así que, con el apoyo de mi madre y mis hermanos Javier, Delta y Yolanda, todos menores de 12 años, mi padre se dedicó a la noble y digna actividad conocida como “matanza”, vendiendo carne de marrano (acá llamado “coche”) y res (llamada “vaca”), en el espacio que ocupaba el Mercado Municipal de aquellos tiempos. Toda la familia en acción para salir adelante.
Muy de madrugada, a veces cada tercer día u ocho días, desde las 5 de la mañana, como todos los “matanceros” de la época, y quizá todavía ahora, levantarse a preparar la logística del ritual de la “matanza”: colocar la “lumbre” para hervir (“jervir”) el agua en una tina y a “jicarazos” vaciar en el cuerpo del marrano ya “muerto” para “pelarlo” con un filoso cuchillo muy especialmente para ello, dejando solo el “cuero” del animal listo para “destazarlo” por partes.
La piel se ocupaba para hacer el “chicharrón” con sus respectivos “biuches”; la cabeza, patas y “lonja” para un rico pozole; el “espinazo”, la cola y el “brazuelo” para el delicioso mole de “coche”, y la “menudencia” para el inolvidable “frito”; la sangre para la sabrosa “moronga” o “longaniza”, y la carne “molida” para el chorizo, etc. etc. De las partes más codiciadas de la vaca, recuerdo la “menudencia” o “chanfaina”, el “lomo” para bistecs, la carne “oriada” y el “hueso” para la rica comida de “frijol con carne”, la “ubre” y “tripas de leche” asada o frita; y la panza para el delicioso caldo.
Como parte de este proceso, un día antes se buscaba al “matancero” (“mata coche” o “mata vaca”) disponible de la comunidad, como los famosos: Braulio Sosa (el paraíso), Benjamín Sosa (“Chirimin”), Baldomero Casiano, Epifanio Méndez Noyola (“Bandeño”), Proculo Guerrero Aparicio (“Pa Proculo”), Gordiano Casiano, entre otros.
Ya con sus instrumentos de trabajo listos para sacrificar al animal, en este caso Res o Marrano, “el matancero” se presentaba puntualmente revisando todo lo necesario para ello. Desde luego la forma del sacrifico fue diferente. Al marrano se le “colgaba” de las dos “patas” traseras, mientras a la res se le “tiraba” al suelo estirando sus cuatro “patas” “amarradas”. En esos tiempos no había leyes de la defensa de los animales mucho menos de los Humanos. De lo contrario varios hubieran sido sancionados por las autoridades administrativas.
Este protocolo iniciaba desde unos días antes buscando el animal y comprarlo en alguno de los barrios del municipio, “a bulto” o “pesado”; al “peso” se utilizaba la histórica “romana” con su respectivo “pilón”, pagando el kilo de acuerdo al peso. A “bulto” solo se calculaba su peso a falta de la “romana”. Ahí empezó mi padre a enseñarnos las temibles matemáticas. Claro que hay muchos detalles de que hablar, pero por respeto al espacio no es posible.
Hoy, honramos a esas grandes mujeres y esposos trabajadores que con sacrificio y mucho esfuerzo, realizaron una actividad digna para salir adelante. Formaron una gran familia copalteca e hicieron de sus hijos e hijas personas de bien. A continuación, pasamos lista de presente, rogando su comprensión si omitimos a alguien. A veces la memoria no nos da para más.
Seguramente las autoridades Municipales, estatales y federales algún día promoverán un justo y merecido homenaje. Mientras, en lo personal, deseo a quienes ya han fallecido un eterno descanso. Y a quienes aun viven les enviamos nuestro más sentido Reconocimiento en Vida:
Adelaida Guerrero Gutiérrez, Águeda Damián Méndez, Basilia Guerrero Bazán. Berta González Ventura, Cohinta Guerrero Aparicio, Eudocia Bracamontes, Emilia Betancourt, Epifanía Pérez Valverde, Josefina Guerrero Tejada, Juana Genchi Pérez, Ignacia Muñoz Lorenzo, Mercedes Prudente Villalva, Ofelia Tenorio Prudente, Paula Meza, Petra Prudente Bracamontes, Reyna Ventura Zambrano, Roberta Marín Pérez, Simona Pérez Guerrero, Soledad Bracamontes González, entre otras que involuntariamente no se mencionan. ¡¡ Presentes!!
¡¡Honrar, Honra!!