Por Cesar González Guerrero
Vivir y trabajar en el campo también es parte de una formación profesional que a pesar de no obtener un documento que lo acredita, la vida otorga un título, maestría y doctorado que jamás se alcanzará en una institución educativa. Es un documento con valor moral que se recibe en el transcurso de los años, sin una fecha precisa, sin importar la edad y el sexo. Precisamente, por ello son muy escasos quienes logran terminar exitosamente esta “profesión”. Me refiero a los campesinos y campesinas de México, Guerrero, Costa Chica y Copala.
Muchas veces se ha dicho que el estudio es la mejor herencia de los padres, y es por ello que varios nos decidimos por estudiar una “carrera”, fuera de nuestra tierra de origen. Atrás dejamos las familias, amistades, y todo aquello que disfrutamos desde la infancia. Sin embargo, no se olvidaron. Siempre estuvieron presentes durante la época estudiantil y profesional. Varios tuvimos la fortuna de obtener un título profesional en una institución educativa, pero antes de ello muchos más logramos también el auténtico, aquel que aprendimos en el surco, trabajando y haciendo producir la tierra. El título de campesino que es un papel escrito con sudor y lágrimas.
Un tema que jamás se olvidó fue el trabajo de campesino, esa noble y generosa actividad que nos forjó como hombres de lucha y esfuerzo. Esa es sin duda, la experiencia con mayor duración, y el conocimiento que no se aprenderá en las aulas. Salvo quienes sí ingresaron a escuelas agropecuarias, y aun así, todavía no se podrán comparar con los auténticos campesinos que aprendieron en la práctica todo lo relacionado con el trabajo del campo. Por supuesto que no se duda de sus conocimientos científicos sino todo lo contrario se reconoce sus capacidades adquiridas en las aulas. Son parte complementaria fundamental para obtener mejores resultados en la producción.
Precisamente, en ocasión de recordar las vivencias campesinas, una de las cuestiones que no se deben olvidar es el tiempo y espacio que se ocupa para un breve descanso en la jornada diaria del campesino, al medio día, cuando el sol está en su punto, sentados en el piso de tierra, una piedra o un tronco, debajo de algún árbol frondoso, en círculo o como se pueda y preparando sus alimentos en una hoguera a ras del suelo, se platican asuntos relacionados con el trabajo, mirando los surcos y la siembra, como si fuera una especie de evaluación que se da el campesino junto con su familia y personas que participan en los trabajos, es ese el momento de “cestiar”.
El lugar conocido como “cestiadero” se caracteriza por la fresca sombra de un “palo” de jovero, cuaulote, cacahuananche, sasanil, tamarindo, mango, nanche, o cualquiera que sirva para colocarse cómodamente todos juntos. Estos son los mejores momentos que disfruta el campesino con aquellas personas que lo acompañan en este trabajo que muy pocos realizan. Algunos “bañados” en sudor, otros con su camisa al hombro, otros más “echándose” aire con su sombrero, poco a poco se ubican en lugares estratégicos, cerca del improvisado fogón ansioso de “recalentar” sus alimentos preparados en sus respectivas casas. No faltan las “memelas” con chile “machucau”, frijol, queso de “aro”, hasta los platillos de pescado diversos como la rica “jediondilla”, “charrita”, lisa, frel, pargo, cuatete, etc.
Así cómo no vamos a recordar la hora de “cestiar” si esta gran variedad gastronómica es para no olvidarse jamás.
Cabe aclarar que de acuerdo con los criterios de algunas personas se dice que el término “cestiar” es una deformación de la palabra “siesta” utilizada regularmente en las grandes ciudades. Nosotros nos quedamos con la palabra original “cestiar”. Así nos enseñaron y así nos gusta. A propósito, hasta aquí llegamos por ya es hora de ir a “cestiar”. Provecho paisanos.