Editorial
En México, el transfuguismo político es un concepto jurídicamente reciente. En la práctica política, en cambio, resulta ser una figura clave para entender la transición democrática del país: los tránsfugas, principalmente priístas, han contribuido al cambio político desde las últimas décadas del siglo XX a la fecha. En efecto, durante el régimen presidencial priísta (1929-2000) el transfuguismo no fue un problema: la disciplina, la unidad partidista y la lealtad hacia la línea presidencial funcionaron en gran medida para consolidar la clase política del «partido hegemónico». Al que traicionaba al partido se le castigaba en sus aspiraciones políticas. En la alternancia política, sin embargo, el transfuguismo es parte de la forma de hacer política: cambiarse de partido ofrece la posibilidad de ganar el poder. La deslealtad o la disidencia partidistas comenzaron a ser rentables: presentarse con otras siglas a las elecciones y romper, por ende, con el viejo régimen que los formó, fue para muchos atractivos tanto por el triunfo electoral como por la necesidad de canalizar su oposición. Por eso hoy que surgen tantos partidos, comenzarán “los chapulines” políticos a reacomodarse para seguir viviendo del erario público.