Indiscutiblemente la muerte es el hecho que provoca más lágrimas y dolor. La pérdida de un ser querido siempre causa un inmenso dolor.
Una madre, después del suicidio de su hijo, se expresaba así: «Al dolor de la muerte se añade el sufrimiento debido a la incomprensión y la distancia de aquellos a quienes uno considera sus allegados». Hundida en su desesperación, tocaba el fondo del dolor: «Lloro y no escucho ni una voz que me consuele».
Sin embargo, Dios vive y desea consolar a los que pasan por el duelo. Pero para ser consolado por alguien, hay que conocerlo; la simpatía de un desconocido es un débil consuelo. Los que tienen una relación viva y personal con Dios mediante la fe en Jesucristo pueden dar testimonio de que Él es un “pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46.1).
Veamos cómo se comportó Jesús cuando vivía en la tierra. Cuando supo que su amigo Lázaro estaba enfermo, Jesús fue hacia la familia angustiada, y lloró ante la tumba (Juan 11.35). Jesús, el Hijo de Dios que vino a la tierra, también conoció la soledad y el sufrimiento, y dijo: “Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20); “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto: y como que escondimos de Él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos” (Isaías 53.3). De manera que ahora puede compartir la pena de los que lloran, y consolarlos.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, indiferente a nuestras desgracias. “Allegaos a Dios, y Él se allegará a vosotros” (Santiago 4.8).
Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.
Hebreos 4.16